Eran dos,
tres, cuatro o cinco horas las que pasaba tras el cristal de su enorme ventana…
con buena vista a su alrededor.
Sus ojos
brillaban al contemplar los niños correr y gritar tras una imparable pelota de
dos colores, negro y blanco, disfrutaba las palomas que recogían semillas que
una alma buena de de Dios les regalaba en el centro de la placita.
Una
sonriente anciana con su canasto cargado de pan, la saluda y le deja su porción
de la tarde.
Después de
agradecer dulcemente el habitual gesto,
se vuelve a incorporar al arrullador atardecer, vientos tempestuosos zarandean
las cortinas florales que adornan su humilde casa, sonriendo y en silencio
espera la puesta del sol, que sigilosamente ante su pupila, se desliza en las
paredes blancas de su comunidad.
Mientras
la tarde se desmaya, escribe versos a la vida, y al amor.
Con su
mano izquierda saluda a sus vecinos que cansados de trabajar, pero contentos le
responden afablemente, dejándose envolver de la paz que irradia su mirada, a la
cinco en punto llega su vecina Julia a leerle versos de Pablo Neruda.
Inspirada
con veinte poemas de amor y una canción desesperada, pide escuchar más de este
excelso poeta.
Ya… dando
paso a la noche, en el interior una voz dice, es suficiente por hoy, ya es hora
de merendar agradezcamos el tiempo a doña Julia, y hagamos el cambio de silla
se vuelve y con la cabeza dice… está bien, extiende los brazos a su amorosa
madre que la levanta de una silla de madera desvencijada, para volver a
sentarla en una silla de ruedas que la conducirá a la mesa a cenar, Clarita de
doce años no habla ni camina, y aun así… vive y se deleita en lo sencillo.